Gladiator, más allá del estado de gracia de sus dos actores principales, termina resultando plana, estéticamente mal envejecida y excesivamente confiada en su épica motivacional con olor a Reflex.
La secuela, cayendo en muchos de los mismos problemas, consigue un equilibrio mayor entre sus personajes, explota mejor el imaginario más testosterónico del Imperio Romano y remite más a Espartaco, cumbre del género.
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